Mientras el planeta sigue enfrascado en una lucha desigual contra el COVID-19 y en la forma de combatir o atajar las “olas” y nuevas variantes que se suceden sin tregua desde hace más de un año y medio, el extremismo islámico se coló casi por sorpresa en la agenda internacional, al retomar el control perdido en Afganistán dos décadas atrás.
¿Por sorpresa? No, se veía venir desde que Estados Unidos decidió (por fin) hacerse a un lado en el control interno del país y empezar a retirar sus tropas después de 20 años de ocupación, iniciada poco después de los atentados del 11-S de 2001.
Tampoco fue algo que se produjo de improviso. Acaso tal vez un poco de forma silenciosa, o más bien silenciada por la legítima preocupación de todos por la situación sanitaria. Pero no fue cosa de un día: el avance del talibán fue progresivo pero sin pausa. Y no fue hasta que desembarcó en la capital Kabul que “estalló” en las portadas informativas.
Lo cierto es que la inquietud que comparten la población local (con dramáticas escenas de turbas intentando salir como sea del país) y la opinión pública mundial tiene su asidero, más allá de las promesas de los devenidos en nuevos líderes afganos de practicar un “gobierno inclusivo”.
Entre 1996 y 2001, el régimen talibán (sin menoscabo de la tolerancia cultural debida a cada sistema político, religioso o social) sumió a Afganistán en condiciones cuasi medievales, con la mujer como principal damnificada y, además en grado extremo: la visión “ultraortodoxa de la ley islámica” del régimen les impidió estudiar o trabajar, salir de sus hogares si no eran acompañadas por un miembro masculino de su familia y las obligó a llevar el burka (velo integral) en público.
No es extraño entonces que, con el regreso de los talibanes al poder, las referentes femeninas afganas califiquen la situación como “una pesadilla” o, directamente, como “el fin del mundo”.
Corresponde ahora a la comunidad internacional -que tanto miró hacia otro lado- vigilar que la historia no se repita y asegurarse de que los nuevos gobernantes cumplen su compromiso de moderación.
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