Vende huevos en la vereda de su casa para poder cumplir su anhelo.
Mientras la ciudad se pregunta sobre ese humo que se esparce desde el cielo cubriendo Posadas, Laura Larraburu (65) sueña con volver a caminar sin depender de la silla de ruedas.
Buscando lograrlo, se instala en la vereda de su casa, bajo la sombra del frondoso árbol que domina la esquina a escasos metros de la avenida Corrientes.
Antes de salir, ha cocinado lo que almorzará, adelantándose a la posibilidad de no contar luego con el tiempo disponible para hacerlo.
A la media mañana, como cada día desde hace dos meses, ya está en su improvisado puesto de ventas, una mesa redonda de plástico donde apoya la mercadería ofertada, maples de huevo, con una hoja impresa detallando los precios.
“¿No te da vergüenza vender huevos en la calle?”, le ha preguntado una de esas personas que habitan esta ciudad con pasado inmigrante, contrabandista, o ‘recién llegado’, que arrastran esa antigua costumbre de aparentar y ocultar.
Ella lo cuenta entre risas y dice: “Cómo me voy avergonzar, si me va muy bien’’. ‘
‘Yo tengo un sueldo, pero es muy magro, como los medicamentos son caros me decidí a vender huevos, y la gente me respondió. Vendo muchísimo”, explica.
Además, confiesa que su proyecto emprendedor era otro: “Quería vender artículos de limpieza, pero no me daba la plata, tenía que invertir 8.000 pesos para empezar y no los tenía”. Fue entonces que apareció la ovopropuesta.
“‘Con 2.700 pesos podés empezar’, me dijo el huevero. Comencé con un cajón, ahora sábado y domingo vendo dos cajones y medio”, relata.
A la emprendedora se le ilumina el rostro. “Estoy muy contenta porque esto me ayuda. Yo quiero hacerme la prótesis y sale muy cara”, cuenta.
Laura padece diabetes y a consecuencia de eso perdió ambos pies.
Pasan los muchachos del taller saludándola, un auto toca bocina y su conductora promete estacionar y volver. Es que su cuadra se va poblando de autos que huyen del sistema de estacionamiento medido que rige en el centro posadeño.
Finalmente, su clienta, que ha encontrado un lugar más o menos cerca, pide un maple y, como en un efecto dominó, detrás de ella otra también lo hace.
Laura con carisma y buena onda ha fidelizado la clientela. Son vecinos, oficinistas que trabajan cerca, gente que estaciona por la zona o que saben que ella la lucha cada día, porque la ven por la mañana y hasta la noche. Entonces, al pasar ya se llevan el infaltable elemento de cada cocina que se consume hervido, frito e incluso crudo; a la plancha, revuelto, solo o acompañando otras preparaciones culinarias.
“Estoy contenta porque no tengo ni cartel, ese chiquitito nomás, pero la gente que pasa por la avenida para y me compra. Me quedo hasta las 21, 21.30. Ahora puse un foquito porque quedando hasta esa hora tengo mas ventas”, detalla.
Comienza a la media mañana hasta las 15, cuando hace un alto para almorzar; “a veces tengo hambre, pero me quedo para vender más”, asume. A las 16 vuelve al puesto hasta el momento que “ya me meto adentro”, cansada pero feliz de que su sueño cada día está más cerca.
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